Animal extraño donde los haya con cuerpo de castor y pico y patas de pato, algún eslabón perdido sin duda en el reino animal, tiene un aire a bicho de otra época, del pasado.
Bueno tras mi “explicación técnica” vamos al grano.
Conocí a Julián hace años, un gran tipo, comercial de los de antes, risueño, de sonrisa fácil y conquistadora, la edad –pasada la cincuentena con amplitud- y los postres de los menús de carretera le han esculpido un cuerpo orondo, amplio. Sus mofletes parecen albergar todavía alimentos, nutrientes con los que aguantar la jornada.
Entrené a Julián hace poco, a petición de su jefe -propietario de un almacén de suministros de fontanería y calefacción-, y le acompañé en una de sus rutas visitando a instaladores de esas cosas, o sea fontaneros.
El comienzo fue muy agradable, quedamos en un bar a eso de las 9 de la mañana con el primer cliente, con Chema, para tomarnos un café –bueno eso hice yo, Julián optó por acompañar cortésmente a su simpático cliente y no rechazar el carajillo de coñac que éste le proponía- y hablar de paso de la nueva tarifa. Al salir del local cayó en la cuenta que no le había dejado el nuevo catálogo, volvió sobre sus pasos y se lo dejó.
Fuimos al encuentro del segundo de la ruta, Juan Carlos, que estaba terminando una chapuza en un chalet en otro pueblo y ya puestos, como tocaba la hora de almorzar, pues eso ¡a almorzar! Un medio bocata de lomo pimiento y queso de quitar el hipo en uno de esos bares donde cuando ves el “medio bocata” te preguntas si el entero sale por la puerta del local. Unas buenas risas echamos con Juancar mientras presionaba a Julián -sin soltar el vaso de vino con gaseosa de la mano- por un descuento en la tarifa que él mismo sabía que no iba a conseguir; pero bueno ¡qué diablos! la sola mención al catálogo había convertido lo que era un encuentro de amigotes de toda la vida en un almuerzo de trabajo en toda regla.
Quedamos luego con “el Bombi”, una cosa intermedia entre un electricista y un fontanero, un lampista que dirían allá por la patria del Puigdemont. Lo pillamos en su mugroso taller y nos hizo pasar de inmediato a un desacompasado reservado que parecía la cocina de Masterchef. Allí tenía sobre la mesa esparcidas unas más que apetecibles almendras garrapiñadas “las ha hecho la Chelo y con un moscatelico entran de maravilla”. Entre almendra y almendra ojeó el catálogo, lo abanicó, sobó, incluso olió, “seguro que me habéis subido los precios otra vez” se quejó; bueno no, no se quejó, sólo lo dijo por decir algo. Julián entro al quite de manera brillante señalando al asador que roñoso y ruinoso nos miraba desde el exterior del chabisque: “ya dirás que día hacemos las chuletas ahí fuera, ya traeré vino y lo de la tarifa,… -en la pausa le dio un toque de misterio- según te portes ese día”. Y claro después ji, ji, ja, ja, y eso sí, un pedido.
Me senté con mi ornitorrinco en el coche a seguir la ruta. A todo esto entre carajillos, bocatas y garrapiñadas ya eran más de las 12:30 horas. Sospechaba qué es lo que podía pasar a continuación y efectivamente ocurrió: la hora del vermouth. ¿Con quién? con “el alemán”, ¡con quién si no!
Julián estaba radiante tras el vino blanco que se tomó con el aprendiz a germano, el fontanero rey de una localidad de unas cinco mil almas –yo opté por el agua a solicitud de mi estómago-. Me decidí después, ya en el parking -aburrido del día y con cierto complejo de culpa por no aportar valor hasta el momento- a abordar la situación y soltar la pregunta del millón de dólares:
¿Cuántos clientes tienes menores de 45 años? –le espeté de golpe a Julián-
La respuesta fue obvia: ninguno. Y añadió: “es que los jóvenes de hoy en día van a lo suyo, no valoran al comercial, no entienden que ser vendedor significa hacer amigos”. Sus números tumbaban su teoría: había perdido clientes –muchos por jubilación- y no captaba ni uno nuevo. No estaba ni preparado ni formado para ello.
¿Que cómo acabó la jornada?, os cuento: Anulamos la comida ya pactada con otro cliente –“el bueno de Miguel Ángel”- que aceptó sin protestar y comimos juntos Julián y yo de manera ligera y rápida (a mí no me entraba nada) y luego nos fuimos acto seguido a hacer puerta fría de verdad, con resultados nulos en cuanto a negocio pero buenos en cuanto a lo que buscaba. “Picamos” media docena de puertas de instaladores donde tuvo que oír de todo y nada bueno: “nos tenéis olvidaos”, “sois un almacén desfasado”, “siempre he oído de vosotros pero nunca me habíais visitado”,… un choque necesario de realidad.
Dicen que el ornitorrinco en tierra se arrastra con su vientre y en el agua no es nada ágil además de ciego. No sé si por eso está en riesgo de extinción.
Nota del vigilante del Zoo.- Quiero mucho a Julián, es una gran persona, estaba en franca decadencia cuando lo conocí, no era feliz pese a las garrapiñadas y los carajillos. Esa “tarde de puertas frías” se dio cuenta de ello y evolucionó, hoy es otro, ha dejado de ser un ornitorrinco. Pero esa es otra historia que algún día espero contaré.
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